La
vida de Floriano transcurre en la red. Como auténtico hombre araña diseña y
teje su comunicación con el mundo, sobre todo con el de habla portuguesa e
hispana. En su laboratorio doméstico, en Fortaleza, Ceará, en el barrio de
Aldeota (global por supuesto), allá en el nordeste brasileño, urde a toda prisa
un complejo entramado de contactos y proyectos literarios y culturales que no
cesan, que transcurren celosamente cada mes en la revista electrónica Agulha y en Banda Hispánica. La correspondencia casi automatizada con cientos o
miles de interlocutores se alterna con la elaboración de antologías,
traducciones, entrevistas y una ardua labor editorial, pero sobre todo con el
misterio, con la incredulidad de quienes lo conocemos, de la creación
literaria. La efervescencia productiva del poeta es proporcional a su capacidad
reflexiva y a su amorosa voluntad de búsqueda, de diálogo con el otro: amigos
entrañables, desconocidos íntimos, él mismo. Insaciable, semeja un náufrago que
navega con aparente certeza en los océanos cibernéticos, pero sin ocultar esa
evidencia de todo alucinado, de todo sujeto extrañado de sí mismo, sediento de
ser y estar al mismo tiempo en el lugar del deseo, el propio y el ajeno.
Descubro con sorpresa, cada vez más desbordada, que Floriano es tan
conocido que, antes de aludir a su persona, mucha gente se refiere a él como un
producto de moda. Lo extraño es que lleva años de novedad. Por lo mismo, es
innecesario abundar sobre el personaje. Me referiré entonces sólo a Tres estudios para un amor loco -que por
lo demás no requiere presentación, se pinta solo- puesto ahora en circulación por
Alforja entre los lectores mexicanos
y de idioma español. En este volumen, Floriano deja constancia de su espíritu
de gambusino posmoderno en las profundas galerías que nos heredaron las
vanguardias literarias y artísticas del siglo XX, en particular del surrealismo
y su impronta en América Latina. El poeta, además de fiel seguidor del
movimiento que germinó en la mente y en la acción de aquellos dos estudiantes
de medicina, André Bretón y Louis Aragón -y que se diseminó por el planeta-, es
un estudioso exhaustivo del fenómeno, un convencido de su vigencia. Pero su
poesía no es precisamente surrealista, si bien acusa un tono retórico y ciertas
técnicas emparentadas con la Mesa parlante, es, y no me cabe duda sobre
ello, una obra floriana. Producto de su mentalidad trasgresora y anhelante,
inconforme y voraz, fagocitaria y polinizante a la vez.
La poesía floriana (por colocarle un distintivo, que no etiqueta) es
un hervor visual en territorios de la palabra. El juego fosforescente, luminoso
de sus versos provoca efectos múltiples en el espectador-lector. Con habilidad
de saltimbanqui o domador obliga a las imágenes a realizar acrobacias
conceptuales y emotivas. Las dota de sensualidad, las sujeta a la gravedad de
los cuerpos para evitar que se desvanezcan en el aire, en la incontinencia o
automatismo verbal. El autor hace juegos, malabarismos en espejos simbólicos
donde se advierte la tradición -de la vanguardia-, sus significados.
En ese contexto lúdico y escénico, Floriano dicta las palabras llave para
hacer figurar lo insólito sobre la hebra de lo lógico. Nos persuade de un
equilibrio
convulsivo
entre los significantes y las imágenes que transitan, ante un público
expectante, con sus barras transversales, con sus sentencias al hombro:
“Construya o destruya, todo en el hombre se define por su palabra. Concibe a
Dios y se pone por sobre
él, porque así está escrito.”
La intertextualidad corresponde a la vocación plástica del poeta, el
collage. En cada línea, en cada estrofa, entre poema y poema, importa de otras
voces, de otros textos, de otros tiempos, expresiones y escrituras que ensambla
con destreza en su propio discurso; el material es el mismo, es él mismo. El
autor libera su exuberancia sin rendir tributo al folclore natal, pero sí
revela la fuente: el mestizaje cultural y genético en el que es producto y
caldo de cultivo. Mixtura es suma, combinación, posibilidad. De Brasil y de
Floriano puede decirse irresponsablemente, snob mente, que es un surrealista
natural, como lo hizo Bretón al afirmar que México era un país surrealista por
definición. El autor respondería que esa condición es un “trapecio amueblado
por el deseo”. En cada ensamble, el autor se descubre en el otro, se confirma a
sí mismo al tiempo que se borra y se inaugura. No es ilusionismo, es la
manipulación de una pluralidad de opciones que se fecundan con las de otros,
que buscan, como lo escribe en un poema: “Algo que se anuncie con aquel estupor
del aire del que hablaba René Char”.
En los poemas florianos se suceden los nombres, las presencias
ausentes o mentales de quienes conversan con su ritmo frenético y centrífugo,
apacible y centrípeto. Nómina de perplejos y de incrédulos que toman la palabra
en un silencio escalofriante, en el principio del espanto. Son los alter ego
del poeta, los detonantes de un balbuceo que se vuelve río de saliva, de
labios, de lenguas sin límites, de amorosos alfabetos como los que intercambian
Lozna y Barbus en su noción del reflejo, en su vehemencia sexual y existencial,
pasional, en su lucha por no perderse en el desgaste de las palabras, en su
necesidad de decir algo más que la tautología de la muerte. Escuchar nombres
más allá de los nuestros, de nuestros personajes, obliga a observar y a pensar
la tragedia y el sueño desde otras perspectivas, con significados más próximos
a la pregunta que al silogismo. Entre el nacer y el morir, puerta de entrada y
de salida sin excepciones, hay un largo camino donde reina el azar y “una
constelación de sobresaltos”, de silencios donde conversamos con los muertos y
debatimos con los vivos.
El panteón floriano está habitado por lecturas y ecos de diálogos
físicos y virtuales. Lozna y Barbus los dejan sentir en su exuberante discurso
donde advierten que el paraíso perdido es quizás el infierno que vivimos.
Juarroz, Lihn, Borges, Ghèrasim Luca, Gómez-Correa, Carl Sandburg, Lowry,
Eduard Dorn, Horacio, Artaud, Günter Kunert, Hölderlin, José Ángel Valente,
Piva, Murilo Mendes, Lucia Dalla, Pavese, Gonzalo Rojas, entre muchos más,
asisten al Banquete, al festín de luces y fuegos de sombras y tinieblas que
celebran la palabra.
Eros y Tánatos se ayuntan para darle vida, sentido al acto de respirar
sabiendo que hay un fin determinado, que la tragedia está inscrita en el medio,
en el centro del deseo, de su ignorancia. La alquimia, la magia, el furor de la
verdad amasan la materia con que Floriano invoca el amor para nombrar la
poesía, para sacarle más tiras a lo que parece inexistente, a lo que la opinión
crítica supone en estado de caducidad. El origen está en la multitud, en la
identificación de cada individuo y su lenguaje, en su historia personal hecha
de fragmentos por venir, hecha de memoria onírica, de recuerdos arquetípicos.
La soledad es extravío, el poeta se descubre en las urbes como estadio de voces
diferenciadas, exclusivas. Más que surrealismo, a ratos se antoja la empatía
con poéticas y mitos de otras vanguardias, como el estridentismo de Arqueles
Vela en La Señorita Etcétera y
el Café de nadie, o la prosa de
Germán Lizt Arzubide, aunque no estén en las referencias de Floriano. Pero son
ámbitos donde lo multánime de los estridentistas se identifica con la lucidez
barroca de la unicidad floriana, de su soledad telepática y simultánea en la
era de la Internet.
Por último, en la tercera parte que compone este libro, la poesía
floriana se trasviste o se desdobla y habla desde la feminidad con la misma
intensidad que imprime la voz masculina. Una vez más, el amor reitera su lugar
en la existencia, en la voluntad de entrega, de dejarse preñar hasta la muerte,
hasta el último suspiro del amante. La trasgresión está en cada acto amoroso,
en cada pregunta sobre los límites de lo convencional. El despertar de la
protagonista, es como dice Pessoa en alguno de sus versos, es no sólo olvidar
sino confundir la vida con funciones de cine, no saber si fue un sueño o el fin
de una realidad. Floriano Martins
esgrime, inteligente y franco, la posesión como hecho generador del poema. El
autor, su anécdota -su papel de personaje- queda fuera en el momento en que se
descubre aislado, independiente, de la suerte que corren las criaturas y sus
fantasmas, cuando ellas encaran su destino, su voluntad de hacerse visibles en
la mirada loca del amor, en el escenario del crimen de aquello que impide ser
amado.
[2006]
[Prólogo
del libro Tres estudios para un amor loco,
de Floriano Martins. México: Alforja, 2006.]
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