terça-feira, 9 de setembro de 2014

JOSÉ ÁNGEL LEYVA | Nómina de perplejos



La vida de Floriano transcurre en la red. Como auténtico hombre araña diseña y teje su comunicación con el mundo, sobre todo con el de habla portuguesa e hispana. En su laboratorio doméstico, en Fortaleza, Ceará, en el barrio de Aldeota (global por supuesto), allá en el nordeste brasileño, urde a toda prisa un complejo entramado de contactos y proyectos literarios y culturales que no cesan, que transcurren celosamente cada mes en la revista electrónica Agulha y en Banda Hispánica. La correspondencia casi automatizada con cientos o miles de interlocutores se alterna con la elaboración de antologías, traducciones, entrevistas y una ardua labor editorial, pero sobre todo con el misterio, con la incredulidad de quienes lo conocemos, de la creación literaria. La efervescencia productiva del poeta es proporcional a su capacidad reflexiva y a su amorosa voluntad de búsqueda, de diálogo con el otro: amigos entrañables, desconocidos íntimos, él mismo. Insaciable, semeja un náufrago que navega con aparente certeza en los océanos cibernéticos, pero sin ocultar esa evidencia de todo alucinado, de todo sujeto extrañado de sí mismo, sediento de ser y estar al mismo tiempo en el lugar del deseo, el propio y el ajeno.
Descubro con sorpresa, cada vez más desbordada, que Floriano es tan conocido que, antes de aludir a su persona, mucha gente se refiere a él como un producto de moda. Lo extraño es que lleva años de novedad. Por lo mismo, es innecesario abundar sobre el personaje. Me referiré entonces sólo a Tres estudios para un amor loco -que por lo demás no requiere presentación, se pinta solo- puesto ahora en circulación por Alforja entre los lectores mexicanos y de idioma español. En este volumen, Floriano deja constancia de su espíritu de gambusino posmoderno en las profundas galerías que nos heredaron las vanguardias literarias y artísticas del siglo XX, en particular del surrealismo y su impronta en América Latina. El poeta, además de fiel seguidor del movimiento que germinó en la mente y en la acción de aquellos dos estudiantes de medicina, André Bretón y Louis Aragón -y que se diseminó por el planeta-, es un estudioso exhaustivo del fenómeno, un convencido de su vigencia. Pero su poesía no es precisamente surrealista, si bien acusa un tono retórico y ciertas técnicas emparentadas con la Mesa parlante, es, y no me cabe duda sobre ello, una obra floriana. Producto de su mentalidad trasgresora y anhelante, inconforme y voraz, fagocitaria y polinizante a la vez.
La poesía floriana (por colocarle un distintivo, que no etiqueta) es un hervor visual en territorios de la palabra. El juego fosforescente, luminoso de sus versos provoca efectos múltiples en el espectador-lector. Con habilidad de saltimbanqui o domador obliga a las imágenes a realizar acrobacias conceptuales y emotivas. Las dota de sensualidad, las sujeta a la gravedad de los cuerpos para evitar que se desvanezcan en el aire, en la incontinencia o automatismo verbal. El autor hace juegos, malabarismos en espejos simbólicos donde se advierte la tradición -de la vanguardia-, sus significados.
En ese contexto lúdico y escénico, Floriano dicta las palabras llave para hacer figurar lo insólito sobre la hebra de lo lógico. Nos persuade de un equilibrio convulsivo entre los significantes y las imágenes que transitan, ante un público expectante, con sus barras transversales, con sus sentencias al hombro: “Construya o destruya, todo en el hombre se define por su palabra. Concibe a Dios y se pone por sobre él, porque así está escrito.”
La intertextualidad corresponde a la vocación plástica del poeta, el collage. En cada línea, en cada estrofa, entre poema y poema, importa de otras voces, de otros textos, de otros tiempos, expresiones y escrituras que ensambla con destreza en su propio discurso; el material es el mismo, es él mismo. El autor libera su exuberancia sin rendir tributo al folclore natal, pero sí revela la fuente: el mestizaje cultural y genético en el que es producto y caldo de cultivo. Mixtura es suma, combinación, posibilidad. De Brasil y de Floriano puede decirse irresponsablemente, snob mente, que es un surrealista natural, como lo hizo Bretón al afirmar que México era un país surrealista por definición. El autor respondería que esa condición es un “trapecio amueblado por el deseo”. En cada ensamble, el autor se descubre en el otro, se confirma a sí mismo al tiempo que se borra y se inaugura. No es ilusionismo, es la manipulación de una pluralidad de opciones que se fecundan con las de otros, que buscan, como lo escribe en un poema: “Algo que se anuncie con aquel estupor del aire del que hablaba René Char”.
En los poemas florianos se suceden los nombres, las presencias ausentes o mentales de quienes conversan con su ritmo frenético y centrífugo, apacible y centrípeto. Nómina de perplejos y de incrédulos que toman la palabra en un silencio escalofriante, en el principio del espanto. Son los alter ego del poeta, los detonantes de un balbuceo que se vuelve río de saliva, de labios, de lenguas sin límites, de amorosos alfabetos como los que intercambian Lozna y Barbus en su noción del reflejo, en su vehemencia sexual y existencial, pasional, en su lucha por no perderse en el desgaste de las palabras, en su necesidad de decir algo más que la tautología de la muerte. Escuchar nombres más allá de los nuestros, de nuestros personajes, obliga a observar y a pensar la tragedia y el sueño desde otras perspectivas, con significados más próximos a la pregunta que al silogismo. Entre el nacer y el morir, puerta de entrada y de salida sin excepciones, hay un largo camino donde reina el azar y “una constelación de sobresaltos”, de silencios donde conversamos con los muertos y debatimos con los vivos.
El panteón floriano está habitado por lecturas y ecos de diálogos físicos y virtuales. Lozna y Barbus los dejan sentir en su exuberante discurso donde advierten que el paraíso perdido es quizás el infierno que vivimos. Juarroz, Lihn, Borges, Ghèrasim Luca, Gómez-Correa, Carl Sandburg, Lowry, Eduard Dorn, Horacio, Artaud, Günter Kunert, Hölderlin, José Ángel Valente, Piva, Murilo Mendes, Lucia Dalla, Pavese, Gonzalo Rojas, entre muchos más, asisten al Banquete, al festín de luces y fuegos de sombras y tinieblas que celebran la palabra.
Eros y Tánatos se ayuntan para darle vida, sentido al acto de respirar sabiendo que hay un fin determinado, que la tragedia está inscrita en el medio, en el centro del deseo, de su ignorancia. La alquimia, la magia, el furor de la verdad amasan la materia con que Floriano invoca el amor para nombrar la poesía, para sacarle más tiras a lo que parece inexistente, a lo que la opinión crítica supone en estado de caducidad. El origen está en la multitud, en la identificación de cada individuo y su lenguaje, en su historia personal hecha de fragmentos por venir, hecha de memoria onírica, de recuerdos arquetípicos. La soledad es extravío, el poeta se descubre en las urbes como estadio de voces diferenciadas, exclusivas. Más que surrealismo, a ratos se antoja la empatía con poéticas y mitos de otras vanguardias, como el estridentismo de Arqueles Vela en La Señorita Etcétera y el Café de nadie, o la prosa de Germán Lizt Arzubide, aunque no estén en las referencias de Floriano. Pero son ámbitos donde lo multánime de los estridentistas se identifica con la lucidez barroca de la unicidad floriana, de su soledad telepática y simultánea en la era de la Internet.
Por último, en la tercera parte que compone este libro, la poesía floriana se trasviste o se desdobla y habla desde la feminidad con la misma intensidad que imprime la voz masculina. Una vez más, el amor reitera su lugar en la existencia, en la voluntad de entrega, de dejarse preñar hasta la muerte, hasta el último suspiro del amante. La trasgresión está en cada acto amoroso, en cada pregunta sobre los límites de lo convencional. El despertar de la protagonista, es como dice Pessoa en alguno de sus versos, es no sólo olvidar sino confundir la vida con funciones de cine, no saber si fue un sueño o el fin de una realidad. Floriano Martins esgrime, inteligente y franco, la posesión como hecho generador del poema. El autor, su anécdota -su papel de personaje- queda fuera en el momento en que se descubre aislado, independiente, de la suerte que corren las criaturas y sus fantasmas, cuando ellas encaran su destino, su voluntad de hacerse visibles en la mirada loca del amor, en el escenario del crimen de aquello que impide ser amado.

[2006]

[Prólogo del libro Tres estudios para un amor loco, de Floriano Martins. México: Alforja, 2006.]




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